Fui
vendándome los ojos y cogía cada día una pistola, sabiendo que
acertaría, sabiendo,
que
cada bala que disparara daría en el blanco.
Pero
nunca me atreví a disparar.
Después
de tantos temblores en la muñecas,
de
empapar de lagrimas cobardes la venda
decidí
disparar.
Ese
día, decidí dejar de lado lo más maligno,
matarlo
de un solo disparo,
Y
sin darme cuenta,
disparé;
sin
saber, que la bala rebotó y me di a mí.
Y
ya con el corazón por el suelo, me di cuenta,
de
que yo misma,
era
mi propio mal.
Era
hora de cambiar.
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